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sábado, 2 de enero de 2021

Las manchas de tinta

 En esta biografía sobre Hermann Rorschach, Damion Searls indaga en cartas inéditas y diarios personales, en entrevistas con su familia, amigos y colegas hasta hoy desconocidas, para contar la inesperada historia de la creación del icónico test, su controvertida reinvención y su notable permanencia en el tiempo, todo lo cual revela la potencia de la percepción. Elegante y original, Las manchas de tinta brilla con luz propia como una síntesis extraordinaria de arte y ciencia.

 


 

En 1917, en un remoto asilo de Suiza en el que trabajaba solo, el psiquiatra Hermann Rorschach desarrolló un experimento para poner a prueba la mente humana: un conjunto de diez manchas de tinta de colores, cuidadosamente diseñadas. Durante años, Rorschach luchó con las teorías de Freud y Jung, al mismo tiempo que absorbía los movimientos estéticos de su época, desde el futurismo al dadaísmo. Él mismo artista visual, llegó a creer que quiénes somos tiene menos que ver con lo que decimos –como pensaba Freud–, que con lo que vemos.

Luego de una muerte temprana, el test de Rorschach rápidamente llegó a Estados Unidos, donde adquirió vida propia. Adoptado por los militares luego del ataque a Pearl Harbor, resultó fundamental en los juicios de Nuremberg y en las junglas de Vietnam. Se volvió un sine qua non de la publicidad, un cliché en Hollywood y el periodismo, una inspiración para todos, desde Andy Warhol a Jay Z. También tomaron el test millones de personas a lo largo y ancho del planeta, desde delincuentes hasta aspirantes a distintos puestos de trabajo, padres en batallas legales por la custodia de sus hijos y gente con trastornos mentales o simplemente con la esperanza de entenderse mejor. Todavía hoy se sigue usando en todo el mundo en etapas de diagnóstico.

 

El rey de los test 

El 7 de diciembre de 1941, los japoneses atacaron Pearl  Harbor. En tres semanas, Bruno Klopfer había organizado  una «unidad de voluntarios Rorschach  » para coordinar la acción  entre el instituto de su país y los miembros que se habían ofrecido  como voluntarios en el ejército.550 También se convirtió en  el hombre clave para recabar información y consultas referidas  al test. Desde principios de 1942, numerosas preguntas y solicitudes,  primero con cuentagotas y luego a chorros, comenzaron a  llegar desde el ejército, y pronto Klopfer se puso a trabajar con la  división de procedimientos del personal del ejército para ver de  qué manera el Rorschach  podía colaborar con el esfuerzo bélico  de los Estados Unidos.

Este Rorschach  era una criatura muy diferente del instrumento  sutil ubicado a la vanguardia de la antropología y los estudios de  personalidad. En primer lugar, los militares necesitaban evaluaciones  eficientes, en la línea de su Examen General de Clasificación  del Ejército, desarrollado en 1940 y administrado a doce millones  de soldados y marines durante los cinco años siguientes.551 Ruth  Munroe, evaluadora de los cursos de ingreso del Sarah Lawrence  College, había publicado su «Inspection Technique» [Técnica de  inspección], diseñada para ayudar a los examinadores a revisar rápidamente  los protocolos de Rorschach  para detectar problemas. Aunque menos sutil, este registro producía interpretaciones más uniformes entre los diferentes evaluadores, de manera mucho más  rápida.

Para agilizar la administración del test y la puntuación, Molly  Harrower introdujo el Psicodiagnóstico de Rorschach  Colectivo,  en el que se proyectaban diapositivas en una sala a media luz y los  examinados anotaban sus respuestas. Bastaban veinte minutos  para evaluar a un auditorio de más de doscientas personas. Obtener  las diapositivas fue tan difícil como había sido para Rorschach  imprimir  sus manchas de tinta, especialmente teniendo en cuenta «las  grandes dificultades que surgieron para conseguir películas confiables  durante los años de la guerra», pero finalmente encontraron  un fotógrafo que fue capaz de hacerlo.

Incluso con estos avances, el Rorschach  presentaba dos obstáculos  para su uso masivo. Aunque el personal menos experto podía  administrar la prueba, los protocolos aún tenían que ser puntuados  e interpretados por personas entrenadas. Peor aún, los resultados  no podían reducirse a un número simple para que entendieran  los burócratas, a tarjetas perforadas u hojas de calificaciones de  IBM. Así que Harrower fue un paso más allá y «se alejó tanto de la  esencia de lo que pretendía Rorschach  » que, como ella misma admitía,  inventó «un procedimiento completamente diferente», al  que llamó «Test de Opciones Múltiples (para usar con Láminas  Rorschach  o diapositivas)».

De una lista de diez respuestas por cada lámina, se les pedía  a los examinados que marcaran con una tilde el casillero con  «la opción que para usted mejor describe la mancha», agregando  un 2 como segunda opción (opcional). La Lámina I, por ejemplo,  era:

 


 

Una hoja súper secreta con las claves de las respuestas distinguía  entre buenas y malas respuestas, y un artículo de Harrower  de la época de la guerra sobre el procedimiento lo describía con un  lenguaje salido de una película de espías: «Puesto que es de suma  importancia que esta simple clave no caiga en manos equivocadas,  no ha sido publicada aquí. Sin embargo, se enviará una copia sin  demora a pedido de los psiquiatras y psicólogos de las fuerzas armadas  ». Tres malas respuestas o menos y pasabas la prueba, cuatro  o más y fallabas.

Si esto te suena un poco sospechoso, no sos el único. «El procedimiento  del Rorschach  colectivo suscitaba ciertas dudas»,  comentó más tarde Harrower, pero «la presentación del Test de  Opciones Múltiples tuvo una recepción más fría aún». Sin embargo,  la necesidad de examinar a millones de personas requería  nuevas técnicas. «En última instancia», como había señalado originalmente,  en un programa de examinación, «no interesa tanto  conocer en detalle por qué la persona no es apta, siempre que podamos  detectarla», ni «el uso de un instrumento extremadamente sensible que solo unas pocas personas puedan manejarlo, como  disponer de una herramienta sencilla que cualquiera pueda utilizar  en cualquier lugar».

Hasta cierto punto, el test de Harrower parecía funcionar.  Los resultados de trescientos veintinueve «normales tomados al  azar», doscientos veinticinco presos varones, treinta estudiantes  que se atienden con un psiquiatra universitario («algunos de ellos  con diagnósticos bastante serios, otros mucho mejor después de  hacer psicoterapia») y ciento cuarenta y tres pacientes mentales  institucionalizados categorizaban claramente los grupos de manera  diferente. Los últimos grupos tenían más probabilidades de salir  mal, mientras que el 55% de los «adultos superiores» examinados  no tenían malas respuestas, y el único con más de cuatro resultó  haber estado hospitalizado dos veces por maníaco-depresivo.  Harrower hizo en seguida algunos ajustes básicos, por ejemplo,  registró que los médicos y las enfermeras tenían más respuestas  anatómicas que, de otro modo, serían computadas como malas.  También descubrió que si la persona encargada de supervisar el  test tenía experiencia, podía formular mejores juicios al mirar los  resultados, especialmente con los casos límite que tenían tres o  cuatro respuestas pobres. Pero incluso «apegarse religiosamente a  términos puramente cuantitativos» brindaba resultados concretos.  Insistía con que su test breve y simple tenía «ventajas innegables,  no por encima y en contra del Rorschach,  sino como un procedimiento  en sí mismo».

El Test de Opciones Múltiples tuvo una recepción positiva en  educación y en las empresas, pero varios estudios lo encontraron  muy poco fiable para los controles militares y nunca fue adoptado  por el ejército para su uso masivo. Aun así, después de haber  sido reformulado en 1939 como el método proyectivo definitivo  para revelar las sutilezas de la personalidad, el Rorschach  era nuevamente  reinventado como una prueba que arrojaba un número  rápido de repuestas por sí o por no. Aunque el Rorschach  propiamente  dicho «seguía siendo un método que requería sus propios especialistas», escribió Harrower, había convertido las manchas de  tinta en «un test psicológico en el sentido habitual del término» (las  cursivas son mías). Eso era lo que necesitaba el ejército y lo que los  estadounidenses querían.

Solo en 1944, veinte millones de estadounidenses rindieron  sesenta millones de exámenes estandarizados, educativos, vocacionales  y psicológicos. En 1940, The Mental Measurements Yearbook  [Anuario de Mediciones Mentales] reseñó trescientos veinticinco test  diferentes y enumeraba otros doscientos. La mayoría eran utilizados  por unos pocos psicólogos, y solo uno sería conocido como  «el rey de los test», por razones que tienen menos que ver con las  manchas de tinta que con los cambios que se produjeron en la  psicología estadounidense.

La Segunda Guerra Mundial constituye un punto de inflexión  en la historia de la salud mental de los Estados Unidos. Antes  de la guerra, los psiquiatras habían trabajado en hospitales psiquiátricos,  los psicólogos — científicos «duros» no «blandos» terapeutas—  permanecían en su mayoría confinados en los laboratorios  universitarios, y los pocos psicólogos clínicos tendían a centrarse  en niños y en la educación. Los psiquiatras estadounidenses se  apropiaron de las ideas freudianas a punto tal que el psicoanálisis  se consideraba casi exclusivamente como una forma de tratamiento  de la enfermedad mental y no, por ejemplo, como un  vehículo para la investigación científica o la exploración personal.

La mayoría de los estadounidenses nunca había recibido tratamiento  de salud mental y no sabía lo que era. Aunque en algunas  ciudades importantes la perspectiva psicoanalítica sacaba a algunos  psiquiatras de los hospitales y los llevaba a la práctica privada o  clínicas de orientación infantil, la psicoterapia seguía siendo marginal  en la sociedad en general. Los psiquiatras trataban pacientes,  los psicólogos estudiaban sujetos y la mayoría de las personas se  integraban a sus comunidades lo mejor que podían.

Con la guerra y el primer reclutamiento masivo de la nación,  a todos los hombres sanos del país se les hizo un examen psicológico  junto con test de inteligencia y exámenes médicos. El número  de potenciales soldados seleccionados con «perfiles de riesgo  psicológico intolerables» era asombrosamente alto: alrededor de  1.875.000 hombres solo en el ejército, lo que equivalía al 12% de  los examinados entre los años 1942 y 1945.560 Incluso con esta  tasa de exclusión, seis veces mayor que durante la Primera Guerra  Mundial, los informes registraron que la neurosis de guerra en las  fuerzas armadas de los Estados Unidos fue más del doble que en la  Primera Guerra Mundial. Hubo más de un millón de admisiones  neuropsiquiátricas en los servicios médicos del ejército, más otras  ciento cincuenta mil en los de la marina, y así sucesivamente, y se  trataba de soldados que habían pasado los exámenes. Unos trescientos  ochenta mil fueron dados de baja por razones psiquiátricas  (más de un tercio de todas las altas médicas), otros ciento treinta  y siete mil por «trastornos de personalidad», y ciento veinte mil  pacientes psiquiátricos tuvieron que ser evacuados del teatro de  operaciones, veintiocho mil por aire.

Ya sea que las cifras mostraran lo necesarios que eran los exámenes  o lo mal que funcionaban — el general George C. Marshall  ordenó interrumpirlos en 1944— , se trataba claramente de una  crisis. Algunas personas fingían, pero la gran mayoría de los casos  eran reales, lo que significaba dos cosas: que la enfermedad mental  afectaba a una porción de la población mucho mayor de lo que nadie  habría esperado y que las personas «sanas» también necesitaban  tratamiento psicológico. Solo una minoría de las crisis nerviosas  en el ejército tenía lugar en el frente o incluso en el extranjero.  Casi todas eran causadas por una variedad de factores que también  afectaban a las personas en el hogar, como el «estrés», un concepto  que se extendió rápidamente desde los círculos de la psiquiatría  militar al público en general.

Fue una preocupación nacional. Como dice una historia de  la psicoterapia en Estados Unidos, la salud física de los jóvenes estadounidenses  era «lamentable» — «dientes caídos, abscesos y llagas  no tratadas, problemas de visión no corregidos, deformidades  esqueléticas no corregidas, infecciones crónicas no tratadas»— 561  y esto condujo a intensificar los esfuerzos para aumentar el número  de médicos y el acceso a tratamiento adecuado a lo largo  de todo el país. Aun así, «el índice del 12% de no aptos a causa  de enfermedades mentales, con todo su alto poder de impacto, se  mantuvo firme».

Cuando comenzó la guerra, el ejército de los Estados Unidos tenía  treinta y cinco psiquiatras en total. La «gran escasez de personal  capacitado, no solo de psiquiatras y neurólogos sino de psicólogos  y trabajadores sociales psiquiátricos», fue una «revelación», según  la persona a cargo, el general de brigada William C. Menninger. Al  final de la guerra, los treinta y cinco iniciales habían pasado a ser  mil solo en el ejército y otros setecientos en el resto de las fuerzas  armadas,562 incluyendo «prácticamente a todos los miembros» de  la Asociación Estadounidense de Psiquiatría «sin impedimentos  de edad, discapacidad o considerados esenciales para la psiquiatría  civil», así como muchos nuevos reclutas.

Se necesitaban psiquiatras en cientos de centros de reclutamiento,  campos de entrenamiento básico, barracas disciplinarias,  centros de rehabilitación y hospitales en el país y el extranjero.  Además de los psiquiatras, los psicólogos militares estaban abocados  a tareas tales como el diseño de paneles de instrumentos  complejos adaptados a las capacidades mentales y las limitaciones  perceptivas de las personas que los manejaban.564 «Hasta que la  guerra no había casi terminado», sintetizaba Menninger más tarde,  «no tuvimos el personal suficiente para hacer el trabajo».

De hecho, no había suficiente personal en ningún lugar del país.  Apenas un tercio de los médicos asignados en Neuropsiquiatría habían  tenido alguna experiencia psiquiátrica antes de la guerra. Al  final de la guerra, con dieciséis millones de soldados retornando a  casa, la necesidad fue aún mayor; más de la mitad de las hospitalizaciones de la Administración de Beneficios para Veteranos (VA) de posguerra serían por trastornos de salud mental. Y los civiles  también estaban empezando a entender los beneficios de esos tratamientos.  En palabras del general Menninger, «según un cálculo  conservador, hay al menos dos millones de personas que han tenido  contacto directo o relación con la psiquiatría a causa de una  enfermedad mental o algún trastorno de personalidad sufrido por  los soldados en esta guerra. Para un gran porcentaje de este grupo,  es la primera vez. Se están educando». Después de haber aprendido  la lección, Menninger comenzó a trabajar agresivamente para  promover la formación en salud mental, la atención preventiva y  el tratamiento en todo el país. Al igual que los militares, la nación  tuvo que aumentar sus servicios de salud mental.

El Congreso aprobó la Ley Nacional de Salud Mental en 1946,  que creaba el Instituto Nacional de Salud Mental con una misión  amplia de servicio público. Creó nuevos estándares para el  campo según los cuales los psicólogos clínicos eran «científicos  practicantes» destinados a trabajar con el público y no solo en  los laboratorios. La VA estableció programas conjuntos entre sus  hospitales y las facultades de medicina cercanas para formar a los  psicoterapeutas que necesitaba, y en poco tiempo empleaba tres  veces más psicólogos clínicos que los que existían en todo el país  en 1940. La psicología clínica estaba en su apogeo, fuertemente  respaldada por fondos del gobierno.

El Rorschach  estaba listo para beneficiarse en todos los frentes: como herramienta de diagnóstico con resultados positivos tangibles  para los psiquiatras practicantes y como un test compatible  con el impulso de cuantificar de la psicología académica. Mientras  tanto, la psicología, con el surgimiento de los «psicólogos clínicos»  y su nueva formación «científico-profesional», se estaba volviendo  más psicoanalítica y menos cuantitativa. Por una cuestión de falta  de sincronización, no hubo diferentes libros de texto de evaluación  compitiendo entre sí hasta finales de los cuarenta, por lo que  todos los nuevos programas de psicología clínica que surgieron  no tenían más remedio que usar libros sobre el Rorschach.  1946, el Rorschach  era el segundo test de personalidad más utilizado,  detrás del Test del Dibujo de la Figura Humana, y el cuarto  test más popular en general, detrás de dos pruebas de coeficiente  de inteligencia diferentes. Durante años fue el tema de tesis de  psicología clínica más frecuente.

Dentro del ejército, el Rorschach  siguió teniendo un uso limitado.  Seguía siendo más lento que otros test y no había suficientes  médicos con la formación necesaria para examinar a todos esos  millones de soldados. Ni incluso suficientes manchas de tinta: un  teniente primero asignado a una unidad psiquiátrica en París durante  la guerra no pudo hallar un juego de láminas en ningún lado  y tuvo que organizar que su esposa se reuniera con Bruno Klopfer  en Manhattan para que le diera un juego y ella se lo enviara por  correo. (Unas semanas más tarde, encontró de casualidad cientos  de láminas Rorschach  y TAT en el sótano de la sede central  de Eisenhower: el ejército las había ordenado y luego lo había  olvidado.) Sin embargo, a pesar del fracaso del Test de Opciones  Múltiples para los test grupales, el Rorschach  encontró muchas  otras aplicaciones militares, tanto en psiquiatría — diagnóstico  y tratamiento de pacientes— como en psicología; por ejemplo,  para estudiar la fatiga operativa en los pilotos de combate de la  fuerza aérea.

En un contexto más amplio, el nuevo valor que se le atribuía  a los test y la competencia entre psiquiatras y psicólogos por los  puestos disponibles colaboraron con la suerte del Rorschach.  Las  reuniones de presentación de casos, una práctica cada vez más  común que comenzó en las clínicas de orientación infantil, reunían  a un psiquiatra a cargo del tratamiento, un psicólogo que realizaba  los test y un asistente social psiquiátrico que participaba de la  terapia. En el pasado, el psicólogo informaba el CI del paciente,  y quizás un par más de resultados numéricos, y ahí terminaba  su trabajo. Pero si era experto en el intrincado y misterioso Rorschach,  estaba autorizado para opinar acerca del shock cromático,  el tipo vivencial o la rigidez de una solución, y sus colegas, sentados alrededor de la mesa, asentían reconociendo la verdad acerca de  sus pacientes.

Miles de psiquiatras y psicólogos habían visto funcionar los  diagnósticos ciegos, sabían lo sorprendentemente rápidos y exactos  que eran y que ninguna otra perspectiva podía ofrecer hallazgos  como los del Rorschach.  Los psiquiatras psicoanalíticos, en particular,  desconfiaban de los test de «autoexamen», como los cuestionarios  que, en su opinión, subestimaban el poder del inconsciente  y tenían la certeza de que el Rorschach  estaba hablando su propia  lengua. Fueron ellos, al igual que los psicólogos, quienes bautizaron  al Rorschach  «el rey de los test».

Por otros medios, tanto los psicólogos como los psiquiatras  luchaban por definir sus roles profesionales frente a una amenaza  común. Los oficiales médicos entrenados apresuradamente para  servir en las fuerzas armadas, sin título en psicología o en psiquiatría,  habían hecho un buen trabajo. ¿Y qué hay de los asistentes  sociales? Si también eran capaces de ayudar a las personas, después  de una capacitación menos rigurosa y por menos dinero — lo denominaban  «orientación» en lugar de «psicoterapia»— , ¿qué sentido  tenían los psiquiatras y los psicólogos clínicos? El punto, argumentaban,  era su formación y pericia, y el Rorschach  era un signo  respetable e intimidante de esa capacidad. Las diez láminas con  las manchas de tinta se convirtieron en un importante y vigoroso  símbolo de prestigio, útil para la imagen y la seguridad laboral de  los médicos clínicos.

El libro de texto de Klopfer The Rorschach  Technique: Manual for  a Projective Method of Personality Diagnosis [Técnica del psicodiagnóstico  de Rorschach:  método proyectivo para el diagnóstico de la personalidad.  Manual] apareció en 1942, en el momento justo para que ser  considerado la biblia de los evaluadores psicológicos y el libro de  texto estándar en los programas de posgrado que modeló a la siguiente  generación. Klopfer señalaba en el prólogo que el libro se estaba publicando «en un momento de emergencia, cuando todos  somos llamados a hacer el uso más efectivo posible de nuestros  recursos, ya sean humanos o materiales. El método de Rorschach  está demostrando su valor al ayudarnos a evitar el derroche de  recursos humanos» tanto en el ejército como en la defensa civil,  y agradecía la oportunidad que se le brindaba de poder hacer su  parte. Como era un judío alemán que había logrado escapar, su  patriotismo era sin duda sincero; también era un excelente marketing.  En palabras de un destacado psicólogo educativo llamado  Lee J. Cronbach, a fines de los años cincuenta ninguna obra «tuvo  más influencia en la técnica de Rorschach  estadounidense — y,  por lo tanto, en la práctica de diagnóstico clínico— que el libro  de Klopfer-Kelley de 1942».

Dos mujeres con una maestría en psicología que trabajaban en  Bellevue, Ruth Bochner y Florence Halpern, nunca serían famosas,  pero publicaron ese mismo año lo que pudo haber sido, en términos  concretos, el libro de Rorschach  más influyente. Escrito  bajo la presión de la guerra, The Clinical Application of the Rorschach  Test [La aplicación clínica de la prueba de Rorschach],  fue muy  criticado por los especialistas en Rorschach  de ese momento («un  trabajo escrito descuidadamente, repleto de afirmaciones confusas,  contradicciones y falsas conclusiones»),pero fue muy popular:  fue reseñado por la revista Time, y tuvo una segunda edición en  1945. Les explicaba cómo convertirse rápidamente en especialistas  en el Rorschach  a todos esos nuevos psicólogos al servicio  del ejército, muchos de ellos salidos de laboratorios universitarios  donde estudiaban ratas en laberintos o sin la menor idea sobre qué  era el test ni cómo utilizarlo.

Simplificador o no, el libro era muy directo. Con una tabla de  fracciones desplegable en la contratapa, podían calcularse todos  los porcentajes sin perder tiempo en largas divisiones o en aplicar  una regla de cálculo (13/29 = 44,7%). Los capítulos tenían títulos  tales como «Qué significan los símbolos en la columna I», un nivel  de claridad práctica al que rara vez los principales especialistas en Rorschach  condescendían. En «Categorías de puntuación para la  localización de las respuestas», Klopfer cubría en casi un centenar  de páginas el mismo material que Beck, en su libro de 1944, discutiría  en seis capítulos separados, incluidos «Problemas de registro  » y «Enfoque y secuencia: Ap., Seq.». ¿Cuál de los dos creés que  puede enseñarte a tomar un Rorschach?

Bochner y Halpern estaban al tanto de los debates de Klopfer  y Beck, los matices y las reservas en el propio trabajo de Rorschach  y las complejidades de cómo las diferentes partes de la  prueba podían interactuar, pero iban al grano. Alguien que da un  tipo determinado de respuesta «es obviamente una persona hábil,  y la relación social será más difícil para él»; alguien que da otro  tipo de respuesta «es una persona egocéntrica, llena de demandas  y propensa a la irritabilidad. Como no puede hacer las adaptaciones  necesarias, espera que el resto del mundo se adapte a él». Las  personas que encontraban una lámina «siniestra» son «fácilmente  perturbadas por la oscuridad más densa, y tienden a estar ansiosas y  deprimirse fácilmente». La resistencia de una mujer a una determinada  lámina «es obviamente de naturaleza sexual, y según surge de  un análisis del contenido de sus respuestas, parece relacionarse con  la cuestión del embarazo», que trató de evitar «malinterpretando  o negando los símbolos de los genitales masculinos» en la mancha  de tinta. Y, ¡oh sorpresa!, la historia de su caso revelaba que ella y  su novio habían ido «más allá de las caricias habituales» hacía seis  semanas y ahora tenía un retraso. También permitía reemplazar  un detallado informe para la terapia o el análisis por un par de  frases que podían ser utilizadas para la clasificación. El Rorschach  era más difícil de dominar que la mayoría de los test, pero eso no  significaba que no fuera posible estandarizarlo.

Estas afirmaciones tajantes y otras similares establecen lo que  se convertiría en el sentido común sobre la naturaleza y el significado  del Rorschach.  Bochner y Halpern lo consideraron firmemente  como un método proyectivo, no como un experimento perceptual,  y minimizaron las cualidades objetivas de las imágenes reales: «Dado que las manchas carecen en principio de contenido, el sujeto  necesariamente tiene que proyectarse en ellas». Declaraban  que un examinado «debe pensar que cualquier respuesta que dé es  una buena respuesta» y que cualquier otra lectura «es incompatible  con la ideología del experimento», aunque las respuestas de hecho  estén calificadas como buenas o malas, y el propio Rorschach  haya  escrito que engañar a las personas no era ético si los resultados  tenían consecuencias prácticas.

Su versión del Rorschach  fue la que ingresó en la cultura popular.  No tenía respuestas correctas o incorrectas, uno era libre  de decir lo que quisiera y antes de que te enteraras de que habías  sido categorizado, revelabas tus secretos. Bochner y Halpern nunca  accedieron a un público masivo, como ocurrió con las versiones  populares de Freud o con Patterns of Culture de Ruth Benedict en  la antropología, pero lo que el público estadounidense creía que  sabía sobre el Rorschach  venía de allí.

Un tercer libro salió en 1942: Psychodiagnostic [Psicodiagnóstico]  de Hermann Rorschach,  por fin en inglés. Aquí, al parecer, estaba la  voz autorizada que podía recordarles a los lectores en qué consistía  realmente el test, devolverle su sentido original. Pero en veinte  años habían pasado muchas cosas. Mal traducido, confusamente  parcial y contradictorio con su inclusión del ensayo póstumo  de 1922, Psychodiagnostic no tenía nada que decir sobre los métodos  proyectivos, radiografías del alma, carácter y personalidad,  test colectivos, antropología (¡más allá de los suizos de Berna y  de Appenzell!) o del duelo de sistemas entre Beck y Klopfer. El  libro era poca cosa y llegaba demasiado tarde como para detener  al aprendiz de brujo.

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